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J. M.Arguedas: "Soy hechura de mi madrastra"


En 1965, en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos que se llevó a cabo en Arequipa, el escritor y antropólogo andahuaylino José María Arguedas, habló de su infancia. Por un lado, violenta y discriminatoria debido a los maltratos de su madrastra y hermanastro; por el otro, amorosa, alegre, festiva al lado de los 'indios'. A continuación compartimos su testimonio.


Voy a hacerles una confesión un poco curiosa: yo soy hechura de mi madrastra. Mi madre murió cuando yo tenía dos años y medio. Mi padre se casó en segundas nupcias con una mujer que tenía tres hijos; yo era el menor y como era muy pequeño me dejó en la casa de mi madrastra, que era dueña de la mitad del pueblo; tenía mucha servidumbre indígena y el tradicional menosprecio e ignorancia de lo que era un indio, y como a mí me tenía tanto desprecio y tanto rencor como a los indios, decidió que yo había de vivir con ellos en la cocina, comer y dormir allí. Mi cama fue una batea de esas en que se amasa harina para hacer pan, todos las conocemos. Sobre unos pellejos y con una frazada un poco sucia, pero bien abrigadora, pasaba las noches conversando y viviendo tan bien que si mi madrastra lo hubiera sabido me habría llevado a su lado, donde sí me hubiera atormentado.


Así viví muchos años. Cuando mi padre venía a la capital del distrito, entonces era subido al comedor, se me limpiaba un poco la ropa, pasaba el domingo, mi padre volvía a la capital de la provincia y yo a la batea, a los piojos de los indios. Los indios y especialmente las indias vieron en mí exactamente como si fuera uno de ellos, con la diferencia de que por ser blanco acaso necesitaba más consuelo que ellos... y me lo dieron a manos llenas. Pero algo de triste y de poderoso al mismo tiempo debe tener el consuelo que los que sufren dan a los que sufren más, y quedaron en mi naturaleza dos cosas muy sólidamente desde que aprendí a hablar: la ternura y el amor sin límites de los indios, el amor que se tienen entre ellos mismos y que les tienen a la naturaleza, a las montañas, a los ríos, a las aves; y el odio que tenían a quienes, casi incoscientemente, y como una especie de mandato Supremo, les hacían padecer. Mi niñez pasó quemada entre el fuego y el amor.


Pero no solamente he sido hechura de mi madrastra, hubo otro modelador tan eficaz como ella, un poco más bruto: mi hermanastro. Cuando yo tenía siete años de edad, me obligaba a que me levantara a las seis de la mañana a traerle su potro negro de una chacra muy grande; y los potros y los caballos de raza fina son muy caprichosos porque son aristocráticos: unas veces se dejaba agarrar con gran mansedumbre, pero otras veces me hacía sudar más de una hora hasta poder enlazarlo. Si llegaba tarde, mi hermanastro, que tenía unos veinte años cuando yo tenía siete, me trataba muy mal delante de la servidumbre. Un día, por una cosa que no puedo contar aquí, que la contaré quizás en nuestras reuniones de mesa redonda, me hizo algo. Lo había acompañado de paje para una aventura que no se puede confesar en público... Me hacía montar en un burro creyendo humillarme. El burro se llamaba "Azulejo". Nunca hubo amigos que se amaron más que yo y el burro. También en eso estaba tan equivocado como mi madrastra. Me dejó cuidando su potro negro que había comprado con veinte bueyes y doscientos carneros, y cuando regresó de su aventura indecible me reprochó que había hecho perder su poncho de vicuña, aunque no me constaba que hubiera estado sobre la montura. Levantó el rebenque para pegarme en la cara pero se arrepintió a última hora, montó el potro y espoleándolo se fue cuesta arriba a toda velocidad, mientras yo me iba conversando con, quizás , uno de los mejores amigos que he tenido en este mundo: el "Azulejo" inmortal. Cuando llegué a la cocina me puse a comer; a mí la servidumbre me trataba mucho mejor que a los patrones; entró mi hermanastro, yo estaba tomando sopa y tenía un plato de riquísimo mote a un lado con su pedacito de queso; él me quitó el plato de la mano y me lo tiró a la cara, diciéndome: "no vales ni lo que comes", que es una cosa que se suele decir muy frecuentemente. Yo salí de la casa, atravesé un pequeño riachuelo, al otro lado había un excelente campo de maíz, me tiré boca abajo en el maizal y pedí a Dios que me mandara la muerte. Yo no sé cuánto tiempo estuve llorando, pero cuando reaccioné ya era la noche. Mi buen hermanastro se había asustado un poco y me estaba haciendo buscar por todas partes, y la única vez que se alegró de verme fue cuando regresé a la casa esa noche.


Pero tuve también la fortuna de participar en la vida de la capital de provincia que es Puquio, una formidable comunidad de indios con muchas tierras, que nunca dejaron que los señores abusaran de ellos. El mal trato tenía un límite, si los señores pasaban ese límite podrían recibir y recibieron una buena respuesta de los cuatro ayllus de la comunidad de Puquio. En San Juan de Lucanas, donde vivieron estos señores cuya crueldad nunca agradeceré lo suficiente, aprendí el amor y el odio; en Puquio, viendo trabajar en faena a los comuneros de los cuatro ayllus, asistiendo a sus cabildos, sentí la incontenible, la infinita fuerza de las comunidades de indios, esos indios que hicieron en veintiocho días ciento cincuenta kilómetros de carretera que trazó el cura del pueblo. Cuando entregaron el primer camión al Alcalde, le dijeron: "Ahí tiene usted, señor, el camión, parece que la fuerza le viene de las muchas ventosidades que lanza, ahí lo tiene, a ustedes los va a beneficiar más que a nosotros"; mentira, se beneficiaron mucho más los indios, porque el carnero que costaba cincuenta centavos, después costó cinco soles, luego diez, luego cincuenta y los indios se enriquecieron a tal punto que alcanzaron un nivel de vida y una independencia económica tan fuerte que se volvieron insolentes y la mayoría de los señores de Puquio se fueron a Lima, poque no pudieron resistir más la arrogancia de estos comuneros. Pero el Varayoc o Alcalde de Chaupi, al momento de hacer la entrega del camión, les dijo al Subprefecto y al Alcalde: "En veintiocho días hemos hecho esa carretera, señores, pero eso no es nada; cuando nosotros lo decidamos podemos hacer un túnel que atraviese estos cerros y llegue hasta la orilla del mar; lo podemos hacer, para eso tenemos fuerzas suficientes". Yo fui testigo de estos acontecimientos. Todo este mundo fue mi mundo.


Luego empecé a recorrer el Perú por todas partes, llegué a Arequipa en 1924 y fui honorable huésped de la Casa Rosada. De aquí fui al Cusco, del Cusco a Abancay, de Abancay a Chalhuanca, de Chalhuanca luego a Puquio, a Coracora, a Yauyos, a Pampas, a Huancayo, a una cantidad de pueblos y tuve la fortuna de hacer un viaje a caballo del Cusco hasta Ica: catorce días de jornada.


Ingresé y nunca fui tratado como serrano en San Marcos. En donde sí me trataron como serrano y con mano dura fue en el Colegio "San Luis Gonzaga" de Ica, pero yo también los traté con mano dura. El secretario del Colegio, que se apellidaba Bolívar, me dijo cuando vio mi libreta con veintes: "¡estos serranitos!, siempre les ponen veintes en las libretas porque recitan un versito cualquiera: aquí lo voy a ver sacar veintes". Me vio y batí el récord de los veintes en toda la historia de "San Luis Gonzaga", porque era una responsabilidad del serrano hacerlo y lo hice.


En Lima, no he sido un defensor de los serranos, he sido un defensor de los costeños, porque los costeños y especialmente los escritores de mi generación me trataron, diré honradamente, con una cordialidad tan auténtica y hasta con cierto respeto. El primer amigo que tuve fue Luis Felipe Alarco, que pertenece a la aristocracia de Lima. Me asusté cuando entré a su casa con los muebles, los salones, los espejos y los muchos cubiertos que me pusieron en la mesa, que yo no sabía manejar bien. Pero ahí estaba Luis Felipe mirándome con un afecto que casi era proporcionalmente tan bueno como el de los sirvientes, concertados y lacayos de mi madrastra, que en paz descanse. Después fui amigo de gentes que ahora son importantes, de Carlos Cueto, de Emilio Westphalen, de Luis Fabio Xammar; no tuve la fortuna de conocer a Ciro, porque lo habían largado: era demasiado peligroso para vivir en el Perú. Una de las experiencias que recuerdo con más... (no encuentro un término especial para describirlo), con un sentimiento entre admiración y espanto, fue un diálogo terrible entre los tres conversadores más agudos, más crueles e implacables que ha tenido la ciudad de Lima: Martín Adán, Enrique Bustamante y Ballivián y Raúl Porras Barrenechea, los tres juntos, como para liquidar al género humano. Nunca tuve, ni en los mejores libros, ni en los mejores libros de poemas o de filosofía, la sensación del poder del castellano que en la boca de estas maravillosas víboras.


Yo comencé a escribir cuando leí las primeras narraciones sobre los indios, los describían de una forma tan falsa escritores a quienes yo respeto, de quienes he recibido lecciones, como López Albújar, como Ventura García Calderón. López Albújar conocía a los indios desde su despacho de Juez en asuntos penales y el señor Ventura García Calderón no sé cómo había oído hablar de ellos. Yo tenía una convicción absolutamente instintiva de que el poder del Perú estaba no solamente entre la gente de las grandes ciudades, sino que sobre todo estaba en el campo y estaba en las comunidades donde hay, por lo menos en las comunidades que mejor conozco, una regla de conducta, que si se impusiera entre todos nosotros, pues haríamos una carretera de aquí hasta New York también en veintiocho días: "que no haya rabia", esa es la regla: "que no haya rabia". En estos relatos estaba tan desfigurado el indio y tan meloso y tonto el paisaje o tan extraño que dije: "No, yo lo tengo que escribir tal cual es, porque yo lo he gozado, yo lo he sufrido" y escribí esos primeros relatos que se publicaron en el pequeño libro que se llama Agua. Lo leía a estas gentes tan inteligentes como Westphalen, Cueto y Luis Felipe Alarco. El relato les pareció muy bien. Yo lo había escrito en el mejor castellano que podía emplear, que era bastante corto, porque yo aprendí a hablar el castellano con cierta eficiencia después de los ocho años, hasta entonces sólo hablaba quechua. Y sin que esto sea nada en contra de mi padre, que es lo más grande que he tenido en este mundo, a veces mi padre se avergonzaba que yo entrara a reuniones que tenía con gente importante, porque hablaba pésimamente el castellano.


Cuando yo leí ese relato, en ese castellano tradicional, me pareció horrible, me pareció que había disfrazado el mundo tanto casi como las personas contra quienes intentaba escribir y a quienes pretendía rectificar. Ante la consternación de estos mis amigos, rompí todas esas páginas. Unos seis o siete meses después, las escribí en una forma completamente distinta, mezclando un poco la sintaxis quechua dentro del castellano, en una pelea verdaderamente infernal con la lengua. Guardé este relato un tiempo, yo era empleado de correos, estaba una tarde de turno y en una hora en que no había mucho público lo leí y el relato era lo que yo había deseado que fuera y así se publicó.


Bueno, pero me estoy pasando de la hora y tengo que leer un poco. En síntesis, no me gradué en la universidad: cuando estaba estudiando el cuarto año, uno de los buenos Dictadores que hemos tenido me mandó al Sexto, prisión que fue tan buena como mi madrastra, exactamente tan generosa como ella. Allí conocí lo mejor del Perú y lo peor del Perú, salí y fui enviado como profesor al Colegio de Sicuani, luego volví a Lima y concluí estudios de Antropología. He recorrido un poco Europa y acabo de venir de los Estados Unidos. Es decir, cuando publiqué mi penúltimo libro, Los ríos profundos, alcancé a tener algún prestigio en Lima, y entonces señores muy importantes, unos verdaderos amigos de los escritores, y otros que gustan mostrar a los escritores como una decoración de sus salones, me invitaron a sus casas y alterné un poco con la alta sociedad de Lima. Desgraciadamente desaproveché alguna de las oportunidades que me ofrecieron, porque no me sentía cómodo entre ellos, debía haber ido todas las veces para conocerlos mejor. Entonces puedo decirles, ya que nos han pedido que nos confesemos y para mí ustedes son confesores mucho más respetables que los que reciben confesiones en nuestras santas iglesias: yo he tenido la fortuna de recorrer con la vida casi todas las escalas y jerarquías sociales del Perú, incluso he llegado a ser Director de Cultura... Conozco el Perú a través de la vida y entonces intenté escribir una novela en que mostrara todas estas jerarquías con todo lo que tienen de promesa y todo lo que tienen de lastre. Somos un país formidable. Acabo de recorrer los Estados Unidos, es un país casi inconmensurable, pero si ellos tienen mil metros de hondura nosotros tenemos diez mil millones metros de hondura. Es un monstruo de grandeza, de fecundidad y de máquina, pero quizás no hay tanto corazón, ni tanto pensamiento, ni tanta generosidad como entre nosotros. Y escribí este libro, Todas las sangres, en que he intentado mostrarlo todo, de allí lo que pueda tener de bueno y lo que tiene de defectos. Hay tres personajes que son los más importantes, dos son fundamentales, dos heredan un gran feudo, los dos hermanos se odian a muerte por circunstancias especiales, ya han sido maldecidos por su padre, a quien han quitado sus bienes en vida; uno es de mentalidad completamente antigua y feudal, el otro ha sido educado en los Estados Unidos y en Lima, es casi ingeniero, no llegó a ser ingeniero, y desea hacer del Perú un país muy como Norteamérica; el otro quiere aguantarlo para que siga siendo un país antiguo. En el fondo, uno de los dos hermanos lucha porque desea modernizar el país ( y debe modernizarse sin perder sus raíces antiguas) y el otro odia lo moderno porque considera que lo moderno es un peligro para la santidad del alma. Entre los dos, como cuña formidable, está un indio que sufrió todo cuanto un indio puede sufrir en Lima, el honorable Rendón Willka. Yo les voy a leer un trozo del libro, que les va a dar una idea de cuál es el contenido ambicioso de Todas las sangres.


Arguedas leyó, en ese Encuentro, un fragmento del Capítulo IV de su mencionada novela


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Bendita Pachamama
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